jueves, 7 de junio de 2012

la chica de la estación


Se sentaba frente a la estación como todas las mañanas
Su mirada se perdía en la monótona colocación de las vías... siempre las comparaba con su corazón.
Eran simples pedazos de hierro, dispuestos en un perfecto y frío orden, una falsa perfección y un eteréo interior. Eran aplastadas por los viajeros diariamente, por aquellos que desesperaban en la eterna búsqueda de su destino. Y cuando todos ellos se apeaban, cuando se emocionaban y desvanecían el carmín de sus amadas, sólo cuando su felicidad se había terminado se volvían a ver las vías.
Sonreía frente a la inmensidad, como todas las mañanas. Sus labios estaban perfilados en un rosa tan claro que hacía aparentar mayor color a su piel blanca como la nieve. Se curvaba en el mar de rosa una sonrisa, tan vacía como un vaso de cristal, una sonrisa que ella decía esperaba el momento de ser el licor que llenase el vaso.
Sobre su falda de tul se apoyaba su diario, su forma de vida, el papel que alimentaba sus sueños, el dinero que abastecía su subsistencia... su papel.
Aguardaba escribiendo, repasando las letras con sus puros ojos color almendra, devorando las palabras que su corazón intentaba dictar. Transformaba el amargo interior de sus sentimientos en brillante prosa.
El tren se detuvo frente a ella. Una marea de vacíos pasos sin destino inundaron la estación del silencio en la que ella aguardaba. Tras las miles de incoherentes pisadas apareció él.
Cubría su cabeza y acompañaba su misterio de un hermoso sombrero marrón, a juego con su maleta de cuero. Movía su gabardina, dejando que esta se familiarizase con el ambiente de la nueva ciudad que recorría.
Ella le miraba, como hacía todos los días, sabiendo que jamás serían más que miradas, acaso torpes palabras que no significaban nada.
Sus seguros pasos tiraron de su cuerpo hacia un banco lejano, a escasos metros de su asiento, tan lejos de su felicidad...
La mujer que allí le aguardaba poco tenía que ver con la escritora. Labios rojos, piel morena, deshabilitados pensamientos y estúpida ropa de una cara boutique francesa. Sus miradas se cruzaron y ella le abrazó.
Aferrada a la última composición que había escrito observaba el instante que la mujer le había robado, uno de sus sueños, tan sólo uno de sus abrazos.
Él la besó apasionadamente, como todas las mañanas, rodeo su cintura con su su brazo derecho y se perdió en la hermosa mirada de aquella mujer... aún más vacía que su vaso de cristal, pues ni tan siquiera albergaba hermosos pensamientos, carecía de ideas y sueños.
De la mano se alejaron, como todas las mañanas, abandonando a la escritora en su pequeño banco de la estación, con el papel en la mano y el corazón deseando ser uno de esos viajeros que se alejaban.
Se acercó a las vías y arrojó lo que había escrito, bañando en lágrimas sus pálidas mejillas y olvidando cualquier aprecio hacia la escritura.
En ese preciso instante un tren acarició las vías, recorriendo en pocos instantes las declaraciones de amor de la escritora. Y así fue como su metáfora se hizo realidad y su corazón fue como las vías, frío, perfecto y distante. El viento se llevó el papel como los minutos se habían llevado al hombre de la gabardina
-Ni tan siquiera sé como se llama
Se planteo esa pregunta... como todas las mañanas.

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