jueves, 28 de febrero de 2013

Elisa.


Dentro de unos años, cuando el tiempo haya dañado la superficie de nuestra piel, cuando haya consumido lo que alguna vez tuvimos en nuestras manos, cuando los segundos que acompañaron nuestras aventuras hayan espirado una niña con el pelo anaranjado sostendrá entre sus manos una foto desgastada.
-Mamá, he encontrado esto en una caja... ¿es tuyo?
Mi mirada se perderá en la impresión de aquel recuerdo.
En un segundo reviviré todos los momentos que parecía haber olvidado. Las tardes de confesiones inútiles volverán a mi mente, la playa en verano, corriendo hacia el agua mientras granizaba como si fuéramos dos idiotas sin nada que perder.
Las lágrimas que por primera vez pude compartir, por amor, por estupidez, tal vez sólo por el afán de aprender a llorar, pero lágrimas que pesaron menos por tener alguien que las comprendiera.
Nuestras tonterías, nuestra forma de reír en los momentos más inapropiados, todas las canciones que a cada una evocaban momentos diferentes pero que terminábamos por compartir. Todas las veces que intentó que dejase de volar por un mundo inabarcable y me centrara en la tierra... con poco éxito pero mucho empeño.
Todas las absurdas conversaciones filosóficas sobre cómo pasa el tiempo, cómo pasa la vida o cómo acabamos un  día sin poder ni darnos cuenta.
Volveré a sentir el calor de los Viernes cuando podía abrir mi mente, de las madrugadas en vela malgastando nuestro tiempo en tonterías.
Podré volver a sentirla a mi lado, como si el tiempo nunca hubiese pasado, cómo si aún tuviésemos quince años y una vida por vivir.
Me aferraré a la fotografía como si el pasado tuviese el mismo valor que un fragmento de papel. Por un momento ni me daría cuenta de que el tiempo estaba pasando y que mi hija seguía esperando una respuesta.
Entonces la abrazaría, besaría su mejilla para ocultar las lágrimas y la oprimiría contra mí... simplemente pidiendo al mundo que algún día ella pudiera tener a alguien tan grande a su lado como tuve yo.

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