miércoles, 24 de abril de 2013


Al final de la estrecha calle vislumbré una figura.
Era un hombre alto y delgado, pero más que largo resultaba imponente, o tal vez mi subconsciente me traicionaba y me hacía ver lo que mi corazón sentía.
Llevaba un abrigo negro que le cubría hasta las rodillas, elegante, y de su hombro colgaba una cartera desgastada por los numerosos viajes en los que había acompañado al hombre.
Tenía los ojos pequeños y oscuros, muy oscuros, transmitían una extraña energía que no podría describir, me tentaban a conocer su historia.
Sus labios eran finos y esbozaban una sonrisa. Parecían forzados al silencio, como si tuvieran mucho que decir. Y sé que lo tenían, que si era apasionante su mirada aún lo era más su historia.
Su pelo ondeaba al viento, moreno, alcanzaba los hombros y completaba el misterioso retrato de aquel hombre al que fingía no conocer para observar de cerca.
Caminaba con decisión hacia ninguna parte, haciendo que su abrigo describiese el movimiento del viento y marcase el compás de sus pasos decididos. 
Saludaba a la gente que se cruzaba en su camino como si fuesen una parte imprescindible en su caminar, haciendo sentir bien a todo destinatario de aquella hermosa sonrisa.
Desde un punto de vista completamente subjetivo puedo decir que aquel hombre era realmente atractivo. No sólo por su mirada ni por su porte, sino por sus palabras que te ataban por completo al argumento de la historia que narraban. Eran claramente las palabras de un arista, palabras con fuerza y entusiasmo, que algunos incluso tachaban de locura, pero que a mí me resultaban fascinantes, como una adicción.
Así, con la cabeza llena de sentimientos y subjetividad observé al hombre alejarse calle abajo y con una sonrisa en mi rostro tan amplia como el vuelo de su abrigo admití que estaba locamente enamorada de él.

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