martes, 14 de febrero de 2012

el bosque de las evocaciones.



Miré desde el cristal empañado de mi habitación. Tenía dieciséis años, un sueño y una pequeña casa en el monte. Todos los días miraba por esta ventana, miraba al bosque que tenía debajo. Cientos, tal vez miles de árboles que parecían querer decirme algo cada vez que el viento los agitaba, o tal vez no...
Tal vez sólo les escuchaba yo, sólo un escritor puede escuchar a su entorno sin necesitar palabras. Allí, al otro lado de mi verde paraíso, ahora mojado por las lluvias de setiembre, se veían las luces de una gran ciudad. Casi podía imaginar el ajetreo, las miradas perdidas de la gente mientras caminaba, el ruido.
Sin embargo, lo único que de verdad quería hacer en aquella ciudad era escribir. Podría llegar lejos, la gente me adoraría y se pararían a leer mis torpes reflexiones; entenderían mi sonrisa cuando ellos al leerme sonrieran, pero también llorar ya, de alegría o de tristeza, sin importar la causa, sólo eran lágrimas de papel. 
Escribí mi nombre en el empañado cristal de mi ventana: Alicia. Siempre Alicia, desde que me había nacido, para atormentarme, acompañarme, hundirme o ayudarme a levantarme. Siempre Alicia, en todas mis historias y poesías, porque Alicia era la única que nunca me defraudaría, yo era la única que podía comprenderme: Alicia. 


Observé callada al paisaje antes de cerrar la cortina. Me puse mis botas y salí de casa, con mi libreta de poesías bajo el brazo. Tontos torpes pensamientos, tantas vacías reflexiones que, aunque vacías, eran reflexiones, tantos silencios plasmados en la tinta. Tanto arte. 


Abrí la puerta de mi casa, el picaporte estaba pintado con esmalte negro y azul, mis colores. El frío setiembre azotó mi cara, revolvió mi pelo e intentó decirme que no saliera... espera... Septiembre nunca habla, aunque seas escritor. Mi mirada se perdió en el cielo gris, en los árboles y en el camino, en el viento o y en los destellos de la ciudad. Algún día se rendiría bajo mis pies, aunque de momento sólo podía contemplarla desde mi monte. Avancé poco a poco por la cuesta que bajaba al bosque. El camino de todos los días con el mismo sueño de escribir y el mismo compañero de siempre: el bosque. 


En apenas diez minutos había dejado de caminar. Abrí mi libreta mientras me sentaba. Antes de que las palabras me envolvieran acaricié la corteza del árbol bajo el que me había sentado. A la altura de mi mano había una marca con una letra A. La había hecho con apenas cuatro años, por eso siempre me sentaba allí, era como si la Alicia de los cuatro años pudiese inspirarme cada vez que me ponía a escribir. Pasé las hojas hasta encontrar aquello en lo que estaba escribiendo. Contaba una historia de un hombre que se había enamorado de un personaje de su novela. Escribí: 


«Miré las páginas como si de verdad pudiese quererlas, las horas podían pasar a su lado pues no eran horas ni era mujer, yo escribí su destino, nunca iba hacerme daño, al igual que yo siempre lo protegería... Pero el tiempo me venció, la locura se apoderó de mi creatividad y la historia de mi cuerpo. Deja de ser humano para ser un hombre de tinta que se enamoró de una mujer de papel. Dejé de ser escritor para empezar a ser feliz». 


Sonreí, había hecho feliz a mi personaje. Había podido entrar en su historia y amar a su mujer.
Cerré los ojos y pensé.


No sé cuánto tiempo ha pasado desde que me dormí. Miro a mi alrededor, sigo sentada en el mismo árbol. Recuerdo que antes de dormirme había acabado de escribir mi historia. Sonrío. 
Pienso la ciudad, tan lejos de mi monte. Algún día miles de refinadas manos con perfectas manicuras granates acariciarán las cubiertas de mis historias. 
De pronto noté un olor extraño. No. Tengo que mantener la calma. Doy unos pasos alrededor de los árboles, dejo mi libro de poesías en el suelo. Ya volveré a por él. Veo un destello al fondo, en el suelo. El destello empieza a crecer. Espera, no es un destello. Las llamas empiezan a extenderse por el suelo, quema las hojas. Sí, los árboles me gritan, no porque sea una escritora, esta vez tienen miedo. Me acerco al fuego sin temerle, soy humana, él no piensa ni escribe, ni mucho menos siente. Ni tan siquiera es un él, es un ello.
Veo un cigarrillo en el suelo, aún conserva una marca de carmín. La ciudad y sus vicios, sus mediocres entretenimientos. No sabe matar su tiempo sin destruir y esta vez parece que van a destruirme a mí, a mí y a mi mundo. 
El fuego se extiende, no puedo hacer nada para pararlo. Lloro, pero mis lágrimas no pueden apagar el fuego, sólo destruir mis esperanzas. No puedo quedarme parada, tengo que correr, tengo que escapar antes de que termine conmigo, desde fuera veo como los árboles que me contaban una historia se han quedado reducidos a un montón de cenizas. Un pensamiento me paraliza: mi libreta. 
Mis poesías, mis historias. El fuego sigue avanzando. Veo el árbol con la letra A. Parece que las lenguas rojas y brillantes hayan llegado a mi corazón y vaciado todos los sentimientos que alguna vez tuve. Mi infancia se pierde entre el color de la pasión. Y no sólo mi infancia, mi arte. 
Tantos torpes pensamientos, tantas vacías reflexiones que, aunque vacías, eran reflexiones, tantos silencios plasmados en la tinta... tanto arte. 
Nunca llegarían a la ciudad, su vanidad había venido a ellas, y su mediocridad las había destruido. 
Me caigo al suelo. No puedo sostenerme. Se ha muerto todo lo que amaba entre llamas. Golpeo el suelo. Lo siento, no puedo verlo!! 
Tantos años perdidos. Adiós a mi sueño. Adiós a las palabras, a la prosa, a la poesía y al hombre de papel que se enamoró de una mujer de tinta. 
¿Adiós? No. Soy escritora. Cada punto final es el comienzo de una nueva historia, más brillante y más pura. Este final es sólo otro comienzo. Tengo creatividad para enfrentarme a otro comienzo. Soy el personaje principal de mí nueva historia. Y de mi brillante futuro: el arte

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