viernes, 17 de febrero de 2012

él era poeta.


La oscuridad de la noche había absorbido la clara atmósfera de mi ciudad.
Las calles habían adquirido otro sentimiento, poético, acogedor. El suelo brillaba por el efecto de la lluvia, que al fin había cesado.
Los rápidos pasos de los inquietos trasnochadores marcaban un ritmo constante, parecía transmitir mil sentimientos.
Deje de mirar fijamente al suelo, intentaba evadirme de mis obsesivos pensamientos. Parecía estar sola entre tanto silencio, tanta superficialidad, tanto rechazo, tanto odio al arte. La gente no podía entender que mi papel fuese más importante que el dinero, que la tinta valía más que el alcohol, que la mente era superior al cuerpo.
No, aunque hubiese mil calles con miles de gotas de lluvia, ninguna de las personas que las pisasen se pararían a pensar en lo poético de la destrucción, la metáfora que vivían...
Entonces le ví.
Mi mente comenzó a dar vueltas, como siempre, mis pupilas parecieron dilatarse, y con un simple segundo pude ver toda su vida pasar.
Iba enfundado en un abrigo negro, largo, casi le llegaba hasta los pies. No le gustaban las estúpidas modas juveniles, aunque se encontraba en plena juventud, lo supe por su pelo mojado, no se había escondido de la lluvia.
En su oído derecho llevaba puesto un auricular... solo uno. Quería que la música eliminase la superficialidad de la atmósfera, pero tampoco necesitaba evadirse por completo, no le gustaba estar desconectado. Su reproductor de música estaba en el bolsillo, así que seguramente tenía una canción puesta en repetición, la había escogido meticulosamente, le recordaba a alguien especial, eso lo adiviné por su sonrisa.
Llevaba las manos a los lados, y en una de ellas aferraba un bolígrafo.
Mi corazón se disparó... él me comprendía... él era poeta.
La suela de sus zapatos pisaba con fuerza las piedras del suelo, levantando suaves gotas de lluvia, pero por la forma en que las miraba supe que había encontrado lo poético de la destrucción, se había dado cuenta de la hermosa metáfora que vivía.
Sus ojos miraban a todos lados, sin parar, analizaban cada detalle que vivía, pero sin embargo transmitía una sensación de tranquilidad asombrosa. Retiraba su pelo mojado hacia atrás, sin importarle el aspecto que tenía, pero guardando siempre su estilo y elegancia, su corte de poeta.
De su bolsillo derecho asomaba un papel. Solo pude leer tres palabras: ella, luz, silencio.
En seguida lo supe. Salió de su casa temprano y cogió un taxi. Estoy segura de que incluso conocía la señor que lo conducía. Una vez que se bajó recorrió cuatro calles, siempre las recorría, así podía entrar en contacto con el mundo antes de ver a la persona a las que más amaba. Ella era rubia y tenía los ojos claros, de estatura media y labios rojos. Se cogían de la mano. Él la llevaba a un pequeño café y allí escribía. Ella le hablaba y él escribía, bajo el efecto de la música, aquella que tenía en repetición. Hablaban de los sueños, de las promesas y de los imposibles, se reían de la vida y él lo plasmaba en su papel. Tras varias horas, con su sonrisa de poeta se despedía, con un largo beso y la seguridad de la eternidad.
Hoy había hecho felices a las dos mujeres de su vida, a la chica de los labios rojos y a la poesía, la únicas personas en el mundo que comprendían su alternativa mente de poeta.
Y yo... ¿cómo sé todo esto?
Soy sólo otra escritora más que vaga por las calles a altas horas de la madrugada. Que solo se fijó en aquel hombre que pasaba sin preocuparse de los demás. Un completo desconocido al que en pocos minutos había conocido.
y yo... ¿cómo sé todo esto?
La soledad de su mirada vacía me lo dijo. Su mirada de poeta.

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